Era una noche tranquila, el aire calido se
filtraba por entre las tablas de la abandonada cabaña. Solo alumbraba un fuego
en la chimenea. El único ocupante, un excursionista extraviado, estaba dormido
en un rincón, sobre su bolsa de dormir y usando su pesada mochila como
almohada.
Se despertó cerca de medianoche, pues un frío
aire invadía el lugar. El fuego estaba consumido desde hacia rato, y apenas
quedaban cenizas calientes. El único cuarto estaba en total oscuridad.
Se estaba metiendo en la bolsa cuando le pareció
escuchar gruñidos afuera. La cabaña tenía puerta, pero no había como cerrarla,
y estaba tan enmohecida que un simple golpe la destruiría. Como no podía dormirse
intranquilo, decidió salir a investigar.
Se calzo unas pesadas botas sin atar los cordones,
tomo un nudoso bastón, prendió fuego una rama a modo de antorcha y salio.
La débil luz alcanzaba tan solo unos metros.
Anduvo alrededor de la cabaña y revisó entre los matorrales y en un grupo de árboles.
Nada encontró, ni siquiera huellas.
Cuando empujaba la puerta para entrar, escucho
algunos pasos dentro de la habitación. Sujeto con firmeza el bastón y entro con
cautela. Entonces, por un brusco movimiento, la improvisada antorcha se apago.
Sin ninguna luz, y con un nuevo ruido de pasos
dentro, el excursionista quedo petrificado. No supo si tenía los ojos abiertos
o cerrados, pero ya no importaba. Solo podía escuchar su agitada respiración,
su apresurado corazón, el viento calido que se colaba entre las tablas de la
cabaña, el crujir de un madero, el zumbar de una mosca temeraria, el caminar de
una hormiga. Un miedo atroz se apodero de él.
Un terror inexplicable, un llamado desde lo
mas profundo del cerebro, quizás un instinto; sus piernas se movieron solas, el
bastón se le resbalo de entre los dedos sudorosos y abandonando toda
precaución, atravesó la puerta, que se convirtió en minúsculas astillas a su
alrededor, y echo a correr. Correr. Correr hacia cualquier lado, no importa
donde, aunque no halla ninguno.
Avanzó por el bosque, tropezando con cada árbol.
Creyó que algo los seguía, pero no se volteó.
Luego,
la tierra desapareció bajo sus pies.
Rodó, golpeándose con cada roca afilada y
canto rodado, en una caída interminable.
Al fin, callo de bruces en el suelo. El ruido
de piedras que aun caían avivó su inexplicable miedo, y siguió corriendo.
A los pocos instantes la razón reemplazo al
miedo, que se fue llevándose consigo al suelo.
El agua calida invadió su cuerpo, y los pies
se hundieron en el lodo. Desesperado, trato de salir, agito los brazos, con lo
que se hundió más, para luego tropezar y caer en el agua.
Se daba ya por muerto. Sintió sus pulmones
cargados de agua. Se quedo quieto.
Pero sus pies se safaron solos. Se salieron de
los zapatos, porque no se los había atado.
Contento hasta la locura, emergió tras una brazada.
Las nubes se apartaron un poco para dejar a la luna iluminar la noche. El
excursionista advirtió que se había metido en un lago. Se tranquilizo. Busco la
orilla. Volvería a la cabaña, encendería fuego y dormiría después de esa absurda
huida.
Pero escucho
unos gruñidos, sintió un enorme peso sobre si y se hundió para siempre en las
aguas.